EL ENCUENTRO CON SEMÍRAMIS
La ciudad de Tiro se asomaba radiante bajo aquel sol primaveral cuando desde la embarcación de Catto fue divisada por uno de sus sirvientes que hacía de timonel. En seguida el asclepíade subió a cubierta para presenciar por él mismo la belleza de aquel ancestral enclave de navegantes. En la isla, frente al embarcadero, logró ver el magnífico castillo del rey, en ese mismo instante decidió visitar a aquel insigne personaje famoso por todos los rincones del Mediterráneo.
Catto se vistió con su mejor ropaje de lino, sus más lustrosas sandalias y tomó el bastón emblemático de su secta para encaminarse hacia el resguardo donde se concertaban las citas con el rey. Los guardias del palacio, quizás ya avisados por sus superiores, no pusieron ningún obstáculo a la solicitud de Catto y pronto una barca del monarca los transportó hacia la isla.
La magnificencia al interior del castillo del rey era impresionante; el oro de Lidia, el mármol de Egipto, las alfombras de Persia, los perfumes de las Arabias y Asiria se combinaban con el cedro del Líbano en múltiples ornamentos elaborados por los artesanos fenicios.
El rey esperaba a Catto en la sala donde solía atender a sus hermanos asclepíades. Después de los saludos de rigor, éste habló así a su visitante:
— Se están viendo algunas cosas extrañas en el cielo, ¿no has oído nada de eso?
— No Señor— contestó Catto algo avergonzado, al recordar que por enredarse más en asuntos mundanos no se había percatado del algún cambio significativo en los astros, pero continuó:
— ¿Qué sucede, algún cometa se acerca?
— No, es algo que por ahora no tiene importancia— contestó el rey sonriendo, luego preguntó:
— ¿Tú piensas ir a Babilonia a las celebraciones que para su diosa Militta están preparando los asirios? y sin esperar respuesta prosiguió:
— Sí está en tus planes, quiero que visites al sacerdote principal del templo del padre de los dioses, se llama Baltor… has tus averiguaciones de lo que ocurre y cuando regreses me lo comunicas.
Los dos sabios de la medicina continuaron su conversación sobre tópicos relacionados a su campo de estudio y antes de caer el sol se despidieron. De regreso a su barco Catto recordó aquella festividad ignominiosa de los babilonios en la cual obligaban a sus mujeres a prostituirse con un forastero una vez en la vida.
El día siguiente Catto y Lao comenzaron los preparativos para el viaje, por la tarde se dirigieron a la ciudad a comprar algunos pertrechos que deberían de ocupar en el camino, al finalizar sus diligencias entraron a una posada donde pidieron pescado fresco acompañado del mejor vino; mientras comían escucharon a otros comensales de la gran cantidad de personajes, desde ricos mercaderes hasta monarcas de países lejanos, que se encaminaban hacia Babilonia con la idea de ser elegidos por la princesa Semíramis, a quien, por su alta investidura, se le concedía el derecho de elegir ella misma al forastero para su concúbito.
El periplo fue ligero y seguro, en la travesía por tierra de los asirios. Éstos habían aprovisionado en el camino frecuentes postas lo que daba facilidad a los viajeros de cubrir las necesidades propias de esas jornadas.
Al entrar a la ciudad tanto el griego como el fenicio se maravillaron de sus jardines que colgaban de gran parte de los edificios y convinieron en que era la ciudad más bonita del mundo.
Ambos buscaron el sitio asignado por los oficiales asirios para su hospedaje, después de depositar sus corceles en la cuadra, descansaron y luego procedieron a recorrer la gran urbe.
Vieron que Babilonia estaba dividida en dos distritos por el río Eúfrates, cada uno de ellos con una edificación que sobresalía: en el primero, el palacio de la monarquía, y en el otro, el templo al padre de los dioses con su observatorio astronómico. El asclepíade se movilizó en uno de los muchos coches que circulaban para alquiler por la metrópoli, hacia este último.
Al llegar Catto observó que el templo era una torre inmensa constituida en ocho secciones, todas de forma cúbica, siendo la séptima la que los sacerdotes caldeos usaban como observatorio y la octava o última la que servía de capilla de adoración al Dios.
El griego preguntó por Baltor, refiriendo el recado del rey de Tiro, y acto seguido fue llevado con él, después, juntos caminaron a la planta baja de la torre, ya ahí el religioso lo invitó a entrar a una pequeña sala que a la acción de una palanca cerró la puerta de acceso por si sola y se elevó hasta la séptima plataforma. Baltor mostró a Catto el observatorio y al finalizar su entrevista le suministró un pergamino donde se explicaban los últimos hallazgos en la bóveda celeste. El hijo de Asclepio guardó el documento en su bolso de viajero y regresó al sitio de huéspedes.
Era el inicio de la fiesta, las calles cercanas al templo de la diosa estaba abarrotada de forasteros, en la orilla de las mismas separadas por largos cordeles las mujeres babilonias esperaban ser escogidas por alguno de aquellos hombres desconocidos el cual debería pagar con oro el favor por ellas ofrecido. Varios carruajes estaban más cerca del templo, en su interior, hermosas damas de alta alcurnia que huían mezclarse con las mujeres del pueblo también llevaban el mismo propósito; de ellos, uno de esos coches sobresalía por su colorido y fastuosidad; en el se encontraba oculta a las miradas la bella princesa Semíramis.
El griego y el fenicio, igual que los demás extranjeros, al pasar en frente del sitio donde la más apetecida mujer de la ciudad se encontraba, lo hicieron despacio para que ella tuviera tiempo de observarlos y probar la suerte de ser el elegido para su rito sagrado. Entonces se introdujeron en el templo a esperar.
Después de algunos minutos un sacerdote se acercó a Catto y llevándolo aparte le habló de esta manera:
— Tú eres el afortunado. La mujer con que te acostarás no sólo es de las más hermosas del país, descendiente de grandes reyes y reinas conoce tanto de astronomía y matemáticas como el más renombrado sacerdote de Asiria o Egipto. Qué la diosa te proteja siempre.
Acto seguido lo introdujo a un amplio aposento donde debió aguardar por la princesa.
Cuando la puerta se abrió y Catto vio entrar a Semíramis, un estremecimiento inusual se apoderó por unos instantes de aquel hombre de mucho andar por el mundo. El griego, que entre las extranjeras, había conocido desde la blanca belleza de las mujeres escitas hasta los hermosos cuerpos de ébano de las mujeres etíopes, hoy temblaba ante aquella mujer de piel olivácea que parecía ser la fusión de las diosas Atenea y Afrodita.
Después de que Catto se repusiera de su primera impresión vio a la princesa sentada en la cama quien serena esperaba la iniciación de la ceremonia sacra. El asclepíade sacó el dinero de ofrenda a la diosa y depositándolas en las manos de ella, dijo las palabras rituales:
— Invoco a tu favor a la diosa Militta.
En seguida ambos se desnudaron y se dedicaron a las delicias del amor por un largo rato.
Al terminar el concúbito, Semíramis prestamente se vistió para luego soltar un silencioso llanto que paró con una maldición sobre los sacerdotes que patrocinaban aquella vergonzosa costumbre.
Recuperada ya la princesa se despidió con un beso del griego y salió raudamente del dormitorio, agilizando su andar hacia donde su coche la esperaba.
Al salir Catto del templo no había dado ni treinta pasos cuando fue alcanzado por Lao que corriendo lo interceptó gritándole:
— Huyamos, Catto. Enemigos a muerte que tengo en Sidón andan aquí y me han reconocido… salgamos pronto de la ciudad.
El griego y el fenicio recogieron sus cosas, montaron en sus caballos y salieron a galope de Babilonia, en medio de lo mejor de la fiesta. De inmediato se percataron que tres jinetes los seguían de cerca.
En la carrera, ambos alcanzaron a divisar un frondoso bosque a donde se dirigieron para esconderse, al penetrar entre los árboles, Catto saco de su bolso; primero, un pequeño frasco cuyo líquido untó en un paño que después hizo frotar en la nariz de cada corcel que los inmovilizó de inmediato, en seguida, extrajo otro un poco mayor que el primero conteniendo un polvo blanquecino.
— Espera— le dijo a Lao —, no te sorprendas ni asustes por lo que veas.
Pronto los enemigos que les perseguían entraron al bosque en su búsqueda, En ese momento el griego tiró al aire todo el contenido del frasco y una espesa niebla se esparció por todos los árboles. Al ver aquel fenómeno repentino tanto las bestias como los jinetes hostiles se asustaron retrocediendo de inmediato, mas a la voz de uno de los hombres, los tres desenvainaron sus espadas y reiniciaron la exploración de la floresta, no obstante, en la medida que se adentraban en aquella selva el terror a lo desconocido se acrecentaba en ellos. Lao, que los vio pasar en frente de él varias veces, sin que ellos lo percibieran, reconoció a sus enemigos como miembros de la parentela de Simón. Al fin, el pánico dominó los corazones de aquellos cazadores y vociferando las más horribles imprecaciones contra el fenicio y el griego buscaron la salida y huyeron despavoridamente buscando el camino a su tierra.
Cuando la neblina se dispersó Lao vio a Catto reposando tranquilo bajo un tupido árbol
— Tú no sólo eres un hijo de Asclepio… Tú debes de tener convenios con los dioses o ser parte de los mismos— le dijo con voz ligeramente trémula.
Catto se levantó, vio a su amigo fijamente y entonces comenzó a reírse de él a carcajadas, mofándose de su ignorancia.
Marco Ousías
© 2007
REGRESAR AL INICIO DE LA PÁGINA
| |